El día amaneció lluvioso, un insistente calabobos -nunca mejor dicho- no dejaba de fastidiar. Según nos acercábamos a Montejo de la Sierra, la niebla se iba haciendo más y más espesa, por lo que Liborio especulaba con la posibilidad de se anulase. Yo, conociendo a los de LAETUS, opinaba que siendo como son unos peseteros ésta no la anulaban ni aunque hubiese cayese el diluvio universal. Efectivamente, recogimos el dorsal en el camping «La Dehesilla» y continuamos todavía 1 km más arriba para llegar a la salida. El calabobos seguía y seguía -como el conejito-.
A las 10h15′, un cuarto de hora más tarde de la hora estipulada se daba la salida, en la que nos juntábamos no más de cincuenta corredores. El primer kilómetro y medio era cuesta abajo y por asfalto por lo que el pelotoncillo comenzaba a estirarse. Liborio, gracias a su estilo kamikaze empezó a alejarse de mi inmediatamente. Al terminar el asfalto comenzaba la subida, un caminillo estrecho -sólo cabía una persona- que conducía a una pista forestal en buenas condiciones. Esta primera parte se hacía bastante llevadera ya que había algunos falsos llanos que te permitían recuperar el resuello. La vista del hayedo de Montejo era preciosa, todavía la niebla permitía mirar el paisaje. De repente, algunos corredores de los que me precedían aceleraron como si se tratase de una meta volante. Nada más lejos de la realidad, las avispas hacían de las suyas, picando a todo individuo que pasaba. Yo tuve suerte, Liborio, no.
Llegando al primer puesto de avituallamiento (km 5) el camino se hacía impracticable y la pendiente se tornaba brutal. Allí comencé a andar y fue cuando alcancé a Liborio y ya subimos en un grupito, uno detrás de otro, hasta la cima del Pico Santuy (1927 m, km 7 de carrera). La niebla ya era muy extensa, prácticamente no se podía ver a 10 metros. Tardamos, aproximadamente 57′ en realizar esta primera parte.
Los siguientes cuatro kilómetros consistían en una bajada bestial (hasta 1300 m) por una pista forestal totalmente embarrada hasta El Cardoso. Afortunadamente, dejó de llover aunque la lluvia ya había hecho su papel: empapar a los corredores y embarrar el suelo. Bajando con calma y frenando en varios tramos, contemplaba anonadado como, primero Liborio y luego un corredor tras otros me adelantaban y se perdían en la niebla.
En el puesto de avituallamiento de El Cardoso me acoplé a un grupito con los que me mantuve varios kilómetros. Aquí se abandonaba la pista forestal y aparecía de nuevo un caminillo estrecho donde prácticamente no se podía adelantar ni ser adelantado. Cruzamos el río Jarama (km 12) y comenzamos la -en teoría- última ascensión de la jornada. Ya subiendo, cruzamos el pueblo de La Hiruela (km 13). Comenzaban a escucharse las primeras preguntas «¿Cuánto queda para meta?», «¿Cuándo se acaba la carrera?». De nuevo una pista forestal en condiciones impracticables y después se acabó todo vestigio de camino. La jugada consistía en atravesar por todas las jaras y yerbajos existentes. Por allí sólo había pasado el que colocó los plásticos para señalizar y los corredores que nos acordábamos jocosos de los familiares de los organizadores. Para dar mayor emoción al asunto, tuvimos que atravesar un alambre de espino para poder continuar la carrera.
Para mi desgracia no llevaba mallas largas y los roces con las jaras eran, directamente, sobre mis delicadas y, porqué no decirlo, hermosas piernas que ya no volverán a ser lo que eran. Un poco antes de coronar este segundo pico había otro puesto de avituallamiento -por eso que no quede- y ya el camino dejaba las jaras para patear directamente sobre las rocas. Aproveché este puesto para manducarme dos barritas energéticas y recuperarme un poco, perdiendo a mis compañeros de los últimos kilómetros.
Saltando de piedra en piedra, se llegó a la cima del Pico Salinero (1618 m, km 15,5). El perfil indicaba que los siguientes 4,5 km eran todos y digo todos, de bajada. Nada más lejos de la realidad. La bajada era bastante complicada también de roca en roca, por supuesto, no hay que olvidar que las rocas estaban mojadas. Tuve que utilizar las manos en algún tramo para bajar y no caer. Mi nuevo compañero de viaje, un señor de avanzada edad pero muy atlético, echaba pestes sobre esta carrera. Decía que no podía compararse, ni por asomo, con la carrera de Las Dehesas.
Después de este tramo rocoso, se corría sobre una pradera donde unas alucinadas vacas nos miraban con ojos de extrañeza. A lo lejos se veía una senda forestal que, horror de los horrores, ascendía en lugar de descender. Este último tramo era verdaderamente demoledor. Se sucedían las bajadas con las subidas ininterrumpidamente. Fueron, posiblemente, los tres kilómetros más largos de mi vida. Aquí conecté con un amigo de Jesús N. con el que me mantuve en animada conversación hasta la meta, de vez en cuando nos acordábamos del organizador -sobre todo en los repechos-. El amigo de Jesús comentaba que él había hecho pruebas varias pero que esto le parecía otro deporte. Llegué a meta totalmente aterido de frío en un tiempo de 3:26:11. Sí, sí habéis leído bien, no se me ha ido el dedo al teclear. Casi tres horas y media en recorrer 20 km. Liborio me comentó que estuvo persiguiendo a una chica durante la carrera y que la esprintó en la última bajada, tardando 3h02′.
Lo mejor vino después. Liborio conocía un buen restaurante en Montejo de la Sierra y allí nos dirigimos. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que no he visto servicio más rápido. En dos minutos estábamos sentados a la mesa y con un plato de judiones dispuesto a ser manducado y no quiero decir nada sobre el chuletón: era inmenso, descomunal, ni siquiera las patatas cabían en el plato. Era tal, que ni Liborio consiguió terminarlo. Luego, una vuelta por el pueblo para rebajar algo la comida y dimos con una panadería que vendía unos dulces denominados COJONUDOS. Al probarlo comprendí por qué.